El mar

Cuando te conocí estabas sentado en el suelo de la terraza de la casa, mirando el mar.
Tenía que hacer un recado cerca de allí y al pasar te vi y me detuve, esperando algún gesto, algún movimiento que indicara que estabas de paso o que esperabas a alguien.

No parecía que fueras a moverte, así que me oculté detrás de una columna, junto a la curiosidad de saber qué hacías allí.
Pasó el tiempo y nadie llegaba, tampoco te movías, no hacías pasatiempos, ni leías un libro, ni escuchabas música, sólo estabas mirando el mar.

Al cabo de un rato me senté, pensando en lo ridículo que sería que alguien me viera allí sentada, oculta tras la columna, observándote.

De vez en cuando girabas un poco la cabeza, para poder contemplar el horizonte en su totalidad, pero no hacías ningún gesto más, no mirabas el reloj, no mirabas el camino que llegaba hasta la casa, como si alguien tuviera que llegar por él, nada hacía pensar que estabas impaciente, que esperabas algo, sólo mirabas el mar.

Me pareció que alguien se acercaba y me levanté, te miré y no te habías movido. Salí de mi escondite, me apoyé en la columna y empecé a observarte abiertamente.
Después empecé a mirar el mar.
Se escuchaba a las gaviotas sobrevolar el acantilado y a las olas romper contra él, una y otra vez.
El viento agitaba las copas de los árboles que rodeaban la casa.

Estuvimos así varios minutos, nadie llegó, nada ocurrió y sin más, te levantaste y entraste en la casa.

Fue en ese momento cuando me di cuenta que me había enamorado de ti.

Desde ese momento quise saber donde irías el resto de tu vida, quise saber qué sentías a cada instante, quise compartir contigo todos los momentos que me quedaran por vivir y que lo hiciéramos como ese día, sin mirarnos el uno al otro, sino los dos juntos, mirando el mar.