Ya no me gustan los delfines

Me siento como si estuviera sobre un cable de esos que usan los equilibristas, suspendido entre dos rascacielos, a doscientos metros de altura.
Y no hace más que soplar un viento racheado, frío y cubierto de gotitas heladas que me están congelando las extremidades.

Patton, mi alaskan malamute de trece años, mi lobo blanco, amaneció inusualmente cansado después de uno de nuestros paseos por el pinar, tan cansado que de hecho no abría los ojos.

Nos pusimos en Defcon 1, cargamos con él y lo llevamos a la veterinaria, y después de días de analíticas, régimen estricto, ecografías y pinchazos, la veterinaria llegó a la conclusion de que tenía leismania, una enfermedad incurable en los perros, producida por un parásito que los consume hasta su muerte.

Nos explicó el tratamiento y aceptamos llevarlo a cabo, a pesar de que cuesta una pasta y a pesar de la edad real de Patton, que en el equivalente para perros es de noventa y un años, lo que no hace pensar que vaya a vivir mucho más.

Hay que ponerle dos inyecciones diarias, debe tomar cuatro pastillas por la mañana y por la noche, debe comer de forma adecuada y los paseos tienen que estar restringidos a una pequeña vuelta a la manzana.

Llevamos un mes y pico de tratamiento y parece que los síntomas casi han desaparecido, la veterinaria nos ha felicitado y se ha sorprendido del buen resultado.
Posiblemente le alcanzará antes la muerte, porque hasta la más optimista expectativa de vida se agote, a que el maldito parásito acabe con él.

Pero llevar a cabo el tratamiento ha sido agotador y muy dificil, y no hubiéramos podido hacerlo si el Oráculo no estuviera en paro. Con los dos trabajando hubiera sido impensable.

Si, la vida a veces tiene una impronta sarcástica que es casi poética, porque el mismo día que iniciamos el tratamiento, fue el día en que el Oráculo disfrutaba de sus obligadas vacaciones.

El Oráculo nunca ha estado en paro y no sabe estar sin trabajar, no sé si aprenderá, o si para cuando lo haga ya habré perdido completamente la razón.
Sé que para él es muy dificil y le apoyo al cien por cien, pero lo cierto es que ahora paso más tiempo en el trabajo y estoy más cómoda allí.

Se me hace muy cuesta arriba cargar con tanto cambio, y sin control.
Actúo estupendamente en momentos de toneladas de presión, soy indestructible y me siento como pez en el agua, pero con lo que no puedo es con un gota a gota constante, no hay calma pero tampoco tormenta, no te puedes relajar ni explotar, todo es gris.

Y enmarcados en este paisaje tan laberíntico, una noche, después del ritual de las inyecciones y los medicamentos, de cenar y acostarse pronto que mañana tengo que madrugar, por favor, sin previo aviso, la Reina comienza a ahogarse mientras duerme.

Me despierta un sonido terrorífico, está dormida cuando me acerco a ella pero todo me dice que no respira bien, y con todo me refiero a que el pecho se le hunde y el sonido que sale de su boca es como el de alguien que hubiera estado fumando tres paquetes de cigarrillos al día durante ochenta años.

En urgencias la entuban con oxígeno y aerosoles para el asma, que se diagnostica en ese momento.
La neumóloga nos habla como si fueramos padres acostumbrados a que su hija se ahogara, pero a medida que nos mira a la cara va cambiando el tono.
Intuye que nos está dando demasiada información para conocerla de golpe, nos está dando demasiadas pautas técnicas sin esperar a que asimilemos que nuestra hija tiene otra enfermedad crónica, incurable, condicionante y de dificil tratamiento.

Se marcha y nos deja en la habitación del hospital, con la Reina en la cama, lleva una mascarilla verde, sus ojos están tristes, en el brazo le han puesto una entrada para el suero y los medicamentos, lleva unas válvulas con llaves de paso rojas y azules, y se sujeta a su bracito con esparadrapo.
Nos quedamos en silencio, parece que se va a quedar dormida.

En la pared de la habitación han pintado un mural con cinco delfines que se supone que le hacen compañía, están nadando en el fondo del mar, es azul oscuro, siento mucho frío aunque sé que la habitación está caliente.
No puedo dejar de mirar el mural, el fondo azul, la humedad, el frio. No quiero estar ahí.

No sé cuanto tiempo ha pasado desde entonces, días, semanas, pero sigo ahí.
Sé que con el tiempo lo llevaré mejor, aunque también sé que no es verdad, me he empeñado en conseguir volver a la normalidad y no sé a donde he vuelto en realidad.

Ya no me gustan los delfines, ni el mar.

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