Nos vemos en Alaska
Hace dos años, a esta hora, estaba sentada al lado de su cama, cogiéndole la mano, tratando de transmitirle toda la paz y el amor que sentía.
Me despedí de él a las doce y media de la noche, diciéndole que por la mañana volvería.
Le dí el último beso, en la frente, deseando una vez más que dejara de sufrir esa agonía, deseando que se levantara y volviera a caminar, a reir, a bromear de todo y de todos, del mundo, de la vida, como sólo él sabía hacerlo.
Sentí que ya se quería marchar.
Dos días antes me dijo que no quería morir, asustado como un niño. Recuerdo su mirada desafiante, negando la realidad, queriendo pelear hasta el final. Le dije que todos tenemos que morir y que la muerte no es importante, que lo que de verdad importa es lo que hemos vivido, lo que estamos viviendo ahora, y recordarlo con pasión y con fuerza hasta el último momento.
Le hablé de que un día haríamos el viaje que siempre habíamos pensado a Alaska. Viviríamos entre las montañas, en una cabaña de madera y pasearíamos en el trineo con los perros. Sin nadie alrededor en montones de kilómetros, sólo el sol, la nieve y los árboles. Me comprendió y sonrió.
Entonces hablamos de que teníamos que acabar el garaje de mi casa que habíamos empezado a principios del verano y que tal vez lo ampliaríamos aún más en el futuro, que teníamos que arreglar el car para que la Reina aprendiera a conducir en él, como habíamos hecho antes todos nosotros. Le recordé la primera vez que lo conduje con cinco años, apreté el acelerador a tope y les perseguí hasta que por fín un árbol se me cruzó en el camino. Hablamos de los recuerdos más hermosos y por un momento aún teníamos toda la vida por delante.
Después salimos al jardín, recorrimos por última vez los caminos que desde hacía más de treinta años había caminado a su lado. Paseamos por debajo de los árboles, alrededor de la piscina, donde me enseñó a nadar, pasamos al lado del balancín y como siempre dijimos que tendríamos que lijarlo y volver a pintarlo, porque estaba hecho un desastre, bordeamos la casa, llegamos al garaje y lo miró por última vez, las piezas de veteasaberqué amontonadas aqui y allá, el Mehari que ya no se acuerda de la última vez que arrancó, la Bultaco en la que ibamos de excursión al campo, el coche que compró con el dinero que heredó de su padre y del que siempre se negó a deshacerse, sus herramientas en el banco de trabajo.
Subimos hacia la puerta de entrada y nos detuvimos antes de entrar en el porche, estuvimos un rato al sol, escuchando el silencio. Cuando empezó a refrescar, entramos.
Fue la última vez que salió de la casa.
Sintiendo que le he perdido, a la vez siento que sigue conmigo, en cada gesto que hago, con cada actitud que tomo, sigue conmigo porque me enseñó y aprendí a entender la vida a su manera.
Mañana habrán pasado dos años desde que se marchó y no ha pasado ni un sólo día que no haya pensado en él. Me han dicho que el tiempo ayuda a calmar el dolor, y es cierto, ahora consigo recordarle sin sentir que un peso insoportable me aplasta, sin amargura, sin sentirme abandonada.
Ahora le recuerdo tal y como era, vital, alegre, simpático, irradiando la imagen de un mundo distinto que siempre merecía la pena vivir.
Hoy hace dos años que mi Reina le hizo un dibujo en el que estábamos los tres, cogidos de la mano, con una cabaña al fondo, un árbol, varios pájaros y un sol radiante.
No se lo llevé y cuando al día siguiente le dije que ya no lo podría ver, me dijo que sí lo vería, lo dejaríamos en el jardín y desde el cielo podría verlo.
En el entierro puse el dibujo sobre el ataúd.
Su recuerdo vive en mi y también vivirá en mi Reina y en sus hijos, que también aprenderán, como yo aprendí de él, a disfrutar de la vida con ilusión, con amor y con una absoluta pasión y curiosidad por todo lo que nos rodea.
Me despedí de él a las doce y media de la noche, diciéndole que por la mañana volvería.
Le dí el último beso, en la frente, deseando una vez más que dejara de sufrir esa agonía, deseando que se levantara y volviera a caminar, a reir, a bromear de todo y de todos, del mundo, de la vida, como sólo él sabía hacerlo.
Sentí que ya se quería marchar.
Dos días antes me dijo que no quería morir, asustado como un niño. Recuerdo su mirada desafiante, negando la realidad, queriendo pelear hasta el final. Le dije que todos tenemos que morir y que la muerte no es importante, que lo que de verdad importa es lo que hemos vivido, lo que estamos viviendo ahora, y recordarlo con pasión y con fuerza hasta el último momento.
Le hablé de que un día haríamos el viaje que siempre habíamos pensado a Alaska. Viviríamos entre las montañas, en una cabaña de madera y pasearíamos en el trineo con los perros. Sin nadie alrededor en montones de kilómetros, sólo el sol, la nieve y los árboles. Me comprendió y sonrió.
Entonces hablamos de que teníamos que acabar el garaje de mi casa que habíamos empezado a principios del verano y que tal vez lo ampliaríamos aún más en el futuro, que teníamos que arreglar el car para que la Reina aprendiera a conducir en él, como habíamos hecho antes todos nosotros. Le recordé la primera vez que lo conduje con cinco años, apreté el acelerador a tope y les perseguí hasta que por fín un árbol se me cruzó en el camino. Hablamos de los recuerdos más hermosos y por un momento aún teníamos toda la vida por delante.
Después salimos al jardín, recorrimos por última vez los caminos que desde hacía más de treinta años había caminado a su lado. Paseamos por debajo de los árboles, alrededor de la piscina, donde me enseñó a nadar, pasamos al lado del balancín y como siempre dijimos que tendríamos que lijarlo y volver a pintarlo, porque estaba hecho un desastre, bordeamos la casa, llegamos al garaje y lo miró por última vez, las piezas de veteasaberqué amontonadas aqui y allá, el Mehari que ya no se acuerda de la última vez que arrancó, la Bultaco en la que ibamos de excursión al campo, el coche que compró con el dinero que heredó de su padre y del que siempre se negó a deshacerse, sus herramientas en el banco de trabajo.
Subimos hacia la puerta de entrada y nos detuvimos antes de entrar en el porche, estuvimos un rato al sol, escuchando el silencio. Cuando empezó a refrescar, entramos.
Fue la última vez que salió de la casa.
Sintiendo que le he perdido, a la vez siento que sigue conmigo, en cada gesto que hago, con cada actitud que tomo, sigue conmigo porque me enseñó y aprendí a entender la vida a su manera.
Mañana habrán pasado dos años desde que se marchó y no ha pasado ni un sólo día que no haya pensado en él. Me han dicho que el tiempo ayuda a calmar el dolor, y es cierto, ahora consigo recordarle sin sentir que un peso insoportable me aplasta, sin amargura, sin sentirme abandonada.
Ahora le recuerdo tal y como era, vital, alegre, simpático, irradiando la imagen de un mundo distinto que siempre merecía la pena vivir.
Hoy hace dos años que mi Reina le hizo un dibujo en el que estábamos los tres, cogidos de la mano, con una cabaña al fondo, un árbol, varios pájaros y un sol radiante.
No se lo llevé y cuando al día siguiente le dije que ya no lo podría ver, me dijo que sí lo vería, lo dejaríamos en el jardín y desde el cielo podría verlo.
En el entierro puse el dibujo sobre el ataúd.
Su recuerdo vive en mi y también vivirá en mi Reina y en sus hijos, que también aprenderán, como yo aprendí de él, a disfrutar de la vida con ilusión, con amor y con una absoluta pasión y curiosidad por todo lo que nos rodea.
Seguramente, la vida es esto, un dibujo sobre un ataúd: el color mirando al cielo y la nada hacia el suelo. No sé, nadie sabe.
ResponderEliminarYa veo que también significaste mucho para él. Creo que el dibujo es una gran compañía. La vida, pues, también tiene cosas bellas y hermosas. Al final, cuando llega la hora, esas cosas están ahí, adentro, llenando de felicidad. En ese momento, que pudo ser trágico, también se puede descubrir que la aventura de vivir valió la pena. Entonces, el último pensamiento también puede ser el más bello de todos.
ResponderEliminarAntonio, tienes razón, nadie lo sabe y entonces, somos libres de soñar :)
ResponderEliminarVicente, así me enseñó que debía ser y estuve allí para recordárselo, supe que fui importante para él porque ese momento sólo quiso compartirlo conmigo.
ResponderEliminarEs duro perder a alguien cercano que ha significado tanto, dentro de poco habrán pasado seis años de la muerte de alguien muy cercano a mi tb y como bien dices el dolor se calma con el tiempo, pero aun hoy no puedo evitar una punzada en el estomago al recordarle y pensar en todo lo que no ha podido disfrutar, y lo hacia a manos llenas, y en todo lo que yo hubiera disfrutado con el. Eso si, siento muchas veces que lo que soy, lo soy en gran medida gracias a el y a otras personas que siguen cerca y de las cuales no me pierdo ni un segundo
ResponderEliminarGracias por compartir el momento con nosotros y hacernos recordar lo valioso que hay en cada una de las personas que amamos
de nuevo arrasando por tus cumbres...remotamente vibrante, esencialmente nitido.
ResponderEliminarliterario y evocador...
ResponderEliminarAh mi Princesa, hizo ya un año, y no se me quitan los pensamientos, tanto la echo de menos... tanto me hace falta... que a veces me digo que la vida no tenia que ser asi.
ResponderEliminarSi pelao, ya no hay nubes en el horizonte.
ResponderEliminarGracias a ti Pitxi, por estar ahi :)
ResponderEliminarChuso, la forma de canalizarlo me ha sorprendido a mi misma.
ResponderEliminarGaiar, la vida es como quiere ser, nosotros sólo la viajamos.
ResponderEliminarA mí me sigue pareciendo tan duro....
ResponderEliminarse cmplieron ya más de tres años y yo lamentablemente sigo recodándole sufriendo, desvalido, sin poder siquiera beber agua, sin poder siquiera mantener un poco húmeda su lengua...
muy mal. muy mal, no es justo ver así a un padre
Anónimo, me ha costado mucho responderte, porque tu experiencia me ha resultado muy cercana.
ResponderEliminarCreo que tampoco es justo que en tu recuerdo sólo quede lo peor de todo aquello, deja que la semilla del dolor florezca y recuerda de todo aquello sólo lo que fue esencialmente bueno.
Ánimo... y planta la semilla, te hará sentir mejor :)