El dragón rosa

Por lo general, el proceso de escribir un post comienza con una idea.
Después la desarrollo con mejor o peor fortuna y finalmente adjunto una imagen que la ilustre.

La imagen siempre tiene mucho que ver con lo que escribo, aunque a veces tiene que ver con lo que pienso y no escribo, con lo que subyace bajo las distintas capas de palabras.

Debería dejar de hacerlo, lo sé, sería mucho más sencillo escribir lo que pienso y seguramente mucho más terapéutico, pero es que la vida no es sencilla, tampoco cuando se trata de escribir.

De igual forma que la historia que construyo con palabras puede ser interpretada de tantas formas como lectores pueda tener, la imagen también sufre el mismo proceso de degradación, de filtración y de adaptación al sujeto que la observa.

¿Qué es lo que significa esta imagen? cada persona ofrecerá una respuesta diferente y ninguna puede equivocarse, porque la imagen ofrece sólo lo que es, no puede ofrecer nada más, es estática y por tanto toda la vida que se genera al contemplarla sólo está en el sujeto que la observa. 

Ocurre exactamente lo mismo en el proceso de la lectura y lo que resulta realmente estimulante es cómo lo que escribo se interpreta de tantas formas como lectores puedan leerlo.
¿Cual es la interpretación real? Pues obviamente ninguna lo es, pero es que tampoco lo es mi propia interpretación, que cambia desde el mismo instante en el que decido poner el punto final y seguirá cambiando a cada momento.

De lo que quería escribir a lo que finalmente llega al teclado hay un universo de incertidumbre, de elecciones en cada palabra, de caminos que debo elegir para describir una idea y desechar otra, para conseguir dibujar algo que se parezca, al menos remotamente, a lo que en realidad quiero expresar.

Finalmente lo que consigo, con mucha suerte, es poner unos cimientos sobre el vacío, delimitar la zona en la que se está desarrollando la acción, y ofrecer algunas herramientas para que el lector construya lo demás. Eso es todo lo que alcanzo a conseguir. Lo demás es tarea del que lee y trata de entrar en el juego, de quien trata de entender lo que en realidad quiero contar, pero hasta eso es una trampa, porque ni siquiera yo misma lo sé.

Lo que a mí me atrae de esta imagen es la paz que parece transmitir.
Imagino una cálida tarde de otoño. Seguramente el agua del lago se vierte desde una fuente que queda fuera del encuadre, provocando un rítmico y suave ronroneo.
El jardín está repleto de vida, los pájaros despiden el verano y sus gorgoteos son melancólicos, el duro invierno llegará inevitablemente.
La música inunda la estancia sin alcanzar a escapar de ella, apenas se percibe, es un concierto de Bach que empezó con una pocas notas y ahora está en su momento álgido, varias secuencias se superponen para crear una ilusión de trascendencia, para conseguir elevarte por encima de todo lo que ha sido y puede ser creado.

La imagen no tiene autor, nadie está tras la cámara, no hay cámara, es sólo una ventana que consigue enlazar dos realidades. Aquella en la que ella está sentada y contempla el mundo desde la soledad y el ordenado y pulcro vacío de la habitación y aquella en la que yo contemplo el mundo a través de ella.

Fuera de la casa, a la derecha y sentado en un banco, él lee un libro. 
No es un libro cualquiera, el libro que está leyendo es el que ella ha escrito para él, para conseguir que pueda verla. Para él no existe la casa ni nada de lo que contiene, él habita en una realidad desde la que no puede percibirla.
Él está en el jardín, solo, sabe que en algún lugar ella espera que comprenda lo cerca que está de él, lo sabe porque lo está leyendo, pero sin embargo no puede verlo. Quiere verlo, lee cada palabra, cada giro, cada idea, está absorto en el libro, permanecerá allí para siempre tratando de averiguar la forma de romper esa distancia que los separa, pero nunca lo conseguirá y no hay nada más que ella pueda hacer para ayudarle.

O puede que también la música que suena sea la de un concierto de AC/DC y que saliendo por la puerta frente a la que ella está sentada, girando a la izquierda, la hija de ambos juegue con un magnífico dragón alado de tres metros de altura y 3.824 nacaradas escamas de color rosa fucsia, enseñándole cómo se debe sentar un dragón exquisítamente educado a la orden de "sit".
La cabeza bien alta, las alas plegadas y la cola recogida sobre la espalda. 

Y que él esté fuera poniéndole las pilas al pequeño motor de un velero, que ha construido con madera de balsa. Las velas son de un intenso color azul y cruzan diagonalmente sobre ellas dos rayas blancas. En el casco puede leerse el nombre del barco, que es el mismo nombre que el de ella, escrito a mano, con letras de color rojo y rubricado con un corazón.
Ella espera sentada en medio de la habitación, mirando hacia delante, para ver cruzar el velero de lado a lado del lago, cuando él lo deposite sobre el agua.
Es su regalo, él ha estado casi un mes trabajando en secreto para ofrecerle esa sorpresa, que es una más de tantas con las que ambos sostienen su amor cada día y así consiguen que sea cada vez más grande y más profundo.

Cualquiera de las dos historias es real y ninguna lo es del todo, la imagen abre un camino que cualquiera puede recorrer como quiera y lo mismo ocurre con las palabras, cada idea descrita es solo un boceto, unas cuantas pinceladas sobre un transparente cristal, que quien lee debe completar hasta conseguir su propio y único color.

Es inútil que pueda describir de qué color es mi cristal, cada uno lo percibirá de distinta forma, es inevitable, pero supongo que está bien que sea así, cuando no puede ser de otra forma.