La amistad de Igor

Desde pequeña el personaje que más ternura me inspiraba de los dibujos de Winnie the Pooh era Igor, el burrito triste.

Nunca había pensado mucho en ello, hasta que tuve una amiga que era incapaz de ser feliz. 

Al principio yo no lo sabía o no hubiera cultivado esa amistad, pero cuando me dí cuenta ya era demasiado tarde. Se creía con el derecho de contarme todas sus penas pasadas, presentes y futuras a cada minuto que estábamos juntas. Cuanta más confianza teníamos, era peor. No importaba nada de lo que yo pudiera decir, absolutamente nada funcionaba y eso que puedo ser muy persuasiva si me lo propongo.

Era incapaz de ver que la vida en toda su crudeza también tiene un lado bueno y si por una casualidad de esas, de 1 entre infinitas casualidades elevadas al cubo que podría darse, la vida no tiene su lado bueno, como habitantes de esta vida que somos tenemos que crearlo, somos parte de la vida, influimos en ella, importamos, existimos, no nos han soltado aqui y ya está y aún en el caso de que así fuera y seguramente por esa razón, tenemos todo el derecho a plantarle batalla a la vida y finalmente ganarle la guerra.

Y ahí es donde reside la capacidad de ser feliz, en saber que puedes crear el lado bueno de la vida y en crearlo. No basta con saberlo, tienes que crearlo.

Porque mi amiga era inteligente y vital, aunque parezca incoherente era muy vital, porque se puede estar muy vivo y destinar toda esa vitalidad a recorrer un camino equivocado.

Cuando nos conocimos cualquier aspecto de su vida era un infierno, cualquiera, no sólo era que su pareja no era lo suficientemente atento con ella, ni que su madre la asfixiaba, ni que su padre la ignoraba, ni que en el trabajo no la valoraban, es que era cualquier cosa que hacía, por irrelevante que pudiera parecer.

Las mechas no tenían el color que ella esperaba, era imposible que consiguiera adelgazar, no conseguía adaptarse a los madrugones, no le gustaba el café de la cafetería, no le quedaba bien el vaquero que se había comprado, no le gustaba su nuevo móvil, su coche gastaba más de lo que ella pensaba.
Si llovía, odiaba la lluvia, si hacía sol, odiaba el calor, si nevaba, odiaba la nieve, si hacía viento, odiaba el viento.
Si llevaba un bolso grande no enontraba nada cuando buscaba dentro de él, pero si llevaba uno pequeño, no le cabía nada. Si se pintaba las uñas, nunca le convencía el color y si lo cambiaba, era demasiado oscuro o demasiado claro.

Así que lo asumí como un reto, me dije que era imposible que existiera alguien tan deprimente y triste, que tenía que haber algo más, algo que funcionara, algo que la motivara a querer ser feliz.
Durante dos años estuve acompañándola en ese infierno que era su vida, sin serlo.
En cada paso que daba hacia abajo, yo le indicaba con absoluta claridad y cariño que podía dar un paso hacia arriba, cómo hacerlo, con qué actitud y que yo estaría acompañándola en ese camino. 

Llegamos a tener una profunda amistad, al menos por mi parte. Llegué a quererla y fue entonces cuando empecé a sentir el sufrimiento que me suponía acompañarla en su eterna, inamovible y desesperante infelicidad. 

Un día, en el extremo ya del sufrimiento, le dije lo que pensaba, nunca antes lo había hecho porque sabía cual sería su reacción. 
Podía haber continuado a su lado controlando férreamente mi empatía, podía haberla acompañado en esa cansina autodestrucción por etapas en la que estaba empeñaba. Pero no pude. Los motivos egoístas nunca generan buenos resultados a largo plazo.

Porque me hubiera gustado continuar esa relación, me sentía bien apoyándola, ayudándola, pero sabía que no era por ella, sino por mi, sabía que no podía apoyarla ni ayudarla, sabía que ella no quería nada que la hiciera cambiar su actitud ante la vida, sólo quería público. 
Y si tu papel en la vida de alguien se reduce a contemplar como representa la suya, como si se tratara de una obra de teatro, por muy sorprendente que sea el argumento, sabes que tiene que llegar un momento en que debes levantarte de la butaca y marcharte. 

Así que se acabó. Estoy segura de que no le afectó en absoluto lo que le dije, ni que no volviera a intimar con ella, porque en realidad no le afectaba nada de lo que le ocurría.

No necesitaba crear momentos buenos, me equivoqué desde el principio, su momento bueno era cada vez que conseguía que alguien se preocupara por ella. 
Es terrible, al menos para mi que fui su amiga, llegar a esta conclusión, pero estoy convencida de que sólo quería ser la diva de una obra dirgida por ella misma.
No hubiera renunciado nunca a su papel, no necesitaba comprensión, ni compasión, no necesitaba más que atención de los demás, de cualquiera que tuviera el infortunio de tropezarse con ella.

Su felicidad la había depositado en la voluntad de los demás. Si conseguía atención era feliz, aunque fuera un mal gesto, aunque fuera un desplante, ese era su buen momento, siendo sin ninguna duda el peor de todos los momentos que uno puede elegir como bueno.

En fin, al final acabó encontrando un buen chico, altruista, servicial y amable, muy buena gente y desgraciadamente para él, siempre más preocupado por los demás que por sí mismo.

Nunca pongáis un Igor en vuestra vida, no merece la pena.


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