A la ribera del Júcar

Anudé el lazo a la ribera del Júcar, en la barandilla del sendero que discurre bajo las casas colgadas de Cuenca.
Cogí un lazo de color verde, con la esperanza de que aguante poco tiempo.

Cuenca es una ciudad recoleta, su corazón está protegido entre las casas, iglesias, palacios y muros del casco antiguo, en lo más alto de la montaña. 
Para acceder debes subir por calles tan empinadas que acarician la verticalidad, pero que son tan bellas, que te hacen olvidar el dolor de tu carencia de preparación física para enfrentarte a este reto.

La calle Madre de Dios te advierte de que esa será la expresión que uses cuando corones la cima, si bien antes podrás parar a descansar un rato en el mirador del Jardín de los Poetas, un lugar que tu imaginación deberá llenar de flores y jardines que inexplicablemente aún no existen.

Desde la base de la Torre de Mangana podrás enfrentarte de tú a tú con los estratos de la Montaña vecina y hacia abajo, podrás ver cómo se extienden las casas bordeando el río, con sus tejados rojizos y diminutos, distribuidos con una elegancia que sólo la necesidad y el paso de los siglos hace posible.

Me he enamorado de Cuenca, de su falta de ostentación, de su sencillez, de la robustez de su estructura. La Catedral es magnífica pero sólo si cruzas su puerta de entrada, ya que para mimetizarse con su entorno parece fingir que no es una Catedral, sino sólo otro edificio más, no destaca su pórtico, ni su escalinata, su situación no es la idónea para percibirla en toda su envergadura, pero sin embargo, una vez estás en su interior, sabes que no podrás olvidarla.

Ya me había liberado de la promesa de anudar el lazo de la desgracia, cuando llegamos al puente que los enamorados han elegido para cerrar sus candados, es el puente que une el Parador con el casco viejo, vuela sobre el río Huécar y no es apto para quienes tengan vértigo, la altura es sobrecogedora, no consigues mirar directamente hacia abajo sin sentir un pequeño mareo. Es sin duda una estupenda terapia que te ayuda a ver con algo más de perspectiva.

Estuvimos en el Planetario del Museo de las Ciencias, nos hicimos fotos en la réplica de la estación espacial de la ESA, pasamos una mañana en la Ciudad Encantada, rodeados de enormes piedras que han aguantado con más o menos fortuna el paso del tiempo, de ese tiempo que yo tenía la necesidad de saber que acaba disgregando en pequeños pedacitos, asumibles por el paisaje, cualquier cosa.

Y sí, el paisaje ha cambiado, me siento mejor, ahora ya sé que cuando la vida me sitúe en un apeadero sin posibilidad de coger ningún tren, sabré esperar estoicamente el paso del tiempo, de ese tiempo capaz de construir ciudades dignas de ser amadas y destruir rocas gigantescas, sin tener que hacer absolutamente nada más que existir.

El tiempo existe inevitablemente y en esa existencia es en la que vivimos, sin tiempo no podríamos ser, a veces hay que distanciarse de él para recordarlo y Cuenca ha resultado el sitio perfecto para hacerlo.