Todos esos momentos

Abrió los ojos y reconoció la habitación. La botella de Moët estaba sobre la mesa, al fondo, junto a las dos copas.
Así que finalmente acabaron aqui.
No recordaba mucho más que una bruma llena de sensaciones y calor, de labios y gemidos, de sábanas ardientes y cuerpos desbordados por la pasión.

Habían quedado a cenar en el restaurante del hotel de Las Letras para hablar del último libro que estaba escribiendo, y estaban acabando cuando se desató la tormenta, fue implacable, rios de agua se vertían sobre las calles, el espectáculo era sobrecogedor y nada invitaba a introducirse en él.

Demoraron la despedida hasta que el cielo se abriera y decidieron tomar una última copa en el salón, pero el cielo se convirtió en firme cómplice de lo que sucedería y continuó impidiéndoles abandonar el hotel.

Con el tiempo la conversación fue perdiéndose por los lugares más intimos y para cuando la lluvia dejó de golpear con fuerza las ventanas, ya sabían que no querían que la noche acabara.
Comprendieron que ese instante era único.
Llegó el primer beso, la primera caricia, y después nada pudo contenerles. Sintió como si siempre hubiera besado aquellos labios, como si siempre la hubieran abrazado aquellos brazos.
Imparable, como la tormenta, el deseo se convirtió en lo único que era posible, contemplaron esos momentos como aquellos por los que merece la pena existir, solo importaba el ahora, el día de mañana nunca llegaría.

Pero ese día llegó, y era hoy.
Se giró y allí estaba, con su cabeza apoyada sobre la almohada, las sábanas dejaban al descubierto su espalda, pensó que era tan bello que dolía estar allí sin acariciarlo.

Se levantó sin hacer ruido, recogió la ropa y entró en el baño para vestirse.
Al minuto salió, él seguía durmiendo, aún no había despertado del mágico sueño que los había envuelto. Se acercó, despacio, y le besó en la frente, después se dirigió a la puerta y sin mirar atrás, abandonó la habitación.

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