Cómprate un bosque
Sobre una extensa pradera de fina hierba y diminutas flores amarillas, la anciana había ido sembrando una a una las semillas, una vez cada año, solo una semilla, en el día de su cumpleaños.
Al cabo de más mil años, el bosque se extendía hasta donde sus ojos no alcanzaban a ver. Los árboles más longevos quedaban en el centro y desde allí se iban ordenando en una espiral que discurría hasta el lindero del bosque, donde se encontraban los retoños plantados en los últimos años.
Aquella tarde el viento era recio, la lluvia empapaba la ropa de la anciana y sintió como el frio congelaba sus manos. Caminó dentro del bosque para encontrar algo de refugio, pero con la cautela de saber que de adentrarse demasiado, se perdería para siempre en él.
Se dirigió por uno de los senderos que llegaban hasta el centro, primero pasó entre los árboles más jóvenes, después entre aquellos que había plantado unos cientos de años antes, pero aún podía ver el cielo sobre ella y continuó adelante, hasta llegar a aquel que plantó mil años antes.
Se estremeció, ese era el límite, a partir de ese punto un único paso sumiría a cualquiera en una ensoñación profunda que le impediría recordar quién era, obligandole a permanecer para siempre en el interior del bosque.
Desde allí el silencio era impenetrable, las copas de los árboles creaban una bóveda húmeda y oscura que parecía infinita. La anciana inspiró y regresó sobre sus pasos, hacia la luz del final del sendero.
Al salir del bosque encontró a un hombre que paseaba impaciente de un lado a otro, como si esperara algo. Se le adivinaba altivo y orgulloso, vestía una larga capa azul, ribeteada de hilo de oro y piedras preciosas.
Cuando el hombre la vió, caminó en su busca, precipitadamente, pisando sin advertirlo los retoños de los árboles plantados en el lindero del bosque.
- Saludos anciana, ¿sabe de quién es este bosque?
- ¡Ha pisado mis retoños!, dijo la anciana, inclinándose sobre los pequeños árboles tronchados.
- ¿Qué dice?, ¿qué le ocurre? Levántese y escúcheme, señora, hágame el favor.
- Este tenía dos años -le dijo mostrandole el árbol inerte- tardan mucho en crecer, necesitan tanto tiempo...
- Sí, en fin... no quiero entretenerla señora, pero pasaba de camino y he pensado en comprar este bosque. Parece un buen lugar para construir mi castillo, lo alzaré justo en el centro, sólo tendría que talar alguno de los árboles más altos. ¿Sabe quien es el propietario de todo esto? Le haré una oferta que no podrá rechazar.
La anciana le miró detenidamente, mientras sostenía en su mano las suaves y tiernas hojas del árbol muerto y le contestó,
- Claro, discúlpeme, no quiero hacerle perder su valioso tiempo, podrá encontrar al propietario al final de este sendero, sígalo hasta llegar al mismo centro, no se detenga en ningún momento. No está lejos, estoy segura de que se lo venderá.
Y el hombre se adentró en el bosque, sin ni siquiera despedirse de la anciana, perdiéndose para siempre en él.
Al cabo de más mil años, el bosque se extendía hasta donde sus ojos no alcanzaban a ver. Los árboles más longevos quedaban en el centro y desde allí se iban ordenando en una espiral que discurría hasta el lindero del bosque, donde se encontraban los retoños plantados en los últimos años.
Aquella tarde el viento era recio, la lluvia empapaba la ropa de la anciana y sintió como el frio congelaba sus manos. Caminó dentro del bosque para encontrar algo de refugio, pero con la cautela de saber que de adentrarse demasiado, se perdería para siempre en él.
Se dirigió por uno de los senderos que llegaban hasta el centro, primero pasó entre los árboles más jóvenes, después entre aquellos que había plantado unos cientos de años antes, pero aún podía ver el cielo sobre ella y continuó adelante, hasta llegar a aquel que plantó mil años antes.
Se estremeció, ese era el límite, a partir de ese punto un único paso sumiría a cualquiera en una ensoñación profunda que le impediría recordar quién era, obligandole a permanecer para siempre en el interior del bosque.
Desde allí el silencio era impenetrable, las copas de los árboles creaban una bóveda húmeda y oscura que parecía infinita. La anciana inspiró y regresó sobre sus pasos, hacia la luz del final del sendero.
Al salir del bosque encontró a un hombre que paseaba impaciente de un lado a otro, como si esperara algo. Se le adivinaba altivo y orgulloso, vestía una larga capa azul, ribeteada de hilo de oro y piedras preciosas.
Cuando el hombre la vió, caminó en su busca, precipitadamente, pisando sin advertirlo los retoños de los árboles plantados en el lindero del bosque.
- Saludos anciana, ¿sabe de quién es este bosque?
- ¡Ha pisado mis retoños!, dijo la anciana, inclinándose sobre los pequeños árboles tronchados.
- ¿Qué dice?, ¿qué le ocurre? Levántese y escúcheme, señora, hágame el favor.
- Este tenía dos años -le dijo mostrandole el árbol inerte- tardan mucho en crecer, necesitan tanto tiempo...
- Sí, en fin... no quiero entretenerla señora, pero pasaba de camino y he pensado en comprar este bosque. Parece un buen lugar para construir mi castillo, lo alzaré justo en el centro, sólo tendría que talar alguno de los árboles más altos. ¿Sabe quien es el propietario de todo esto? Le haré una oferta que no podrá rechazar.
La anciana le miró detenidamente, mientras sostenía en su mano las suaves y tiernas hojas del árbol muerto y le contestó,
- Claro, discúlpeme, no quiero hacerle perder su valioso tiempo, podrá encontrar al propietario al final de este sendero, sígalo hasta llegar al mismo centro, no se detenga en ningún momento. No está lejos, estoy segura de que se lo venderá.
Y el hombre se adentró en el bosque, sin ni siquiera despedirse de la anciana, perdiéndose para siempre en él.
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