El Hotel Universo
Cuando tenía unos cuatro años vivíamos en el hotel que tenía mi abuela en la Puerta del Sol, en el número 14.
Mi abuela había improvisado nuestra habitación, en la que dormía con mis tres hermanos, en uno de los salones que antes de la guerra había sido parte del comedor. Era una habitación gigantesca, colgaban de las paredes unos espejos enormes, y enfrente de la ventana, que también daba al patio, había un perchero de madera que parecía cobrar vida cuando lo miraba desde mi cama, al contraluz.
Heredé un triciclo, seguramente de mi hermano el mayor, y pedaleaba con él a toda velocidad por el pasillo principal cuando todos se habían ido al colegio. Recuerdo ver mi imagen refejada en el espejo de la pared del fondo, con la luz del sol iluminandome al pasar por delante de las puertas abiertas de algunas de las habitaciones.
Las escaleras del edificio eran de madera y crujían de una forma inconfundible. La caja del ascensor era de rejas de hierro y si no se sujetaba, al cerrar, daba un portazo que hacía temblar toda la estructura. Los botones para llamar al ascensor eran redondos y puntiagudos y a veces me alzaban para que los pulsara.
El portero era un viejo amable y tranquilo, que nos daba chucherías cuando bajabamos a fastidiarle a la portería. Tenía una afición curiosa, empapelaba las cosas con recortes, los escogía de colores llamativos, dorados, plateados, que encontraba en los calendarios, en las cajas de puros o en las revistas. En la mesa de la entrada de la portería había montones de recortes y no nos dejaba coger ninguno. Después nos regalaba algunas de las cosas que hacía. Recuerdo especialmente un botijo completamente empapelado con figuras de toros, toreros y folclóricas.
La puerta de entrada del hotel era enorme, de color oscuro, y tenía una mirilla redonda y dorada, del tamaño de un cd, con una tapa de rejilla. Al entrar, a la derecha, estaba el mostrador de recepción, delante del mueble donde se colgaban las llaves de las habitaciones, y al fondo, una ventana que daba al patio interior del hotel.
El portero era un viejo amable y tranquilo, que nos daba chucherías cuando bajabamos a fastidiarle a la portería. Tenía una afición curiosa, empapelaba las cosas con recortes, los escogía de colores llamativos, dorados, plateados, que encontraba en los calendarios, en las cajas de puros o en las revistas. En la mesa de la entrada de la portería había montones de recortes y no nos dejaba coger ninguno. Después nos regalaba algunas de las cosas que hacía. Recuerdo especialmente un botijo completamente empapelado con figuras de toros, toreros y folclóricas.
La puerta de entrada del hotel era enorme, de color oscuro, y tenía una mirilla redonda y dorada, del tamaño de un cd, con una tapa de rejilla. Al entrar, a la derecha, estaba el mostrador de recepción, delante del mueble donde se colgaban las llaves de las habitaciones, y al fondo, una ventana que daba al patio interior del hotel.
El suelo era de baldosas frias, con algunas desencajadas que sonaban cuando se pisaba sobre ellas. Se podía saber donde había alguien por el sonido característico de cada una. Recuerdo con terror como cuando iba sola escuchaba que alguien se acercaba, aunque no hubiera nadie. Aún hoy algunas de mis peores pesadillas transcurren en ese escenario, con ese sonido.
Mi abuela había improvisado nuestra habitación, en la que dormía con mis tres hermanos, en uno de los salones que antes de la guerra había sido parte del comedor. Era una habitación gigantesca, colgaban de las paredes unos espejos enormes, y enfrente de la ventana, que también daba al patio, había un perchero de madera que parecía cobrar vida cuando lo miraba desde mi cama, al contraluz.
Heredé un triciclo, seguramente de mi hermano el mayor, y pedaleaba con él a toda velocidad por el pasillo principal cuando todos se habían ido al colegio. Recuerdo ver mi imagen refejada en el espejo de la pared del fondo, con la luz del sol iluminandome al pasar por delante de las puertas abiertas de algunas de las habitaciones.
En el pasillo también estaba el único teléfono que había, de color negro, atornillado arriba en la pared, y una de mis travesuras preferidas era saltar hasta conseguir descolgarlo.
Estaba al lado de la puerta de la sala de estar, que tenía una terraza desde donde se veía el edifico de enfrente, en su azotea había un anuncio de letras enormes y brillantes.
A veces, por la noche, me escabullía y salía a esa terraza, y entre los barrotes ennegrecidos de la barandilla miraba a la gente que iba de un lado para otro, a los coches, a las luces, a los escaparates. Enseguida mi madre me llamaba, no le gustaba que saliera allí y como no la hacía caso, venía y me metía dentro de la habitación.
Cerraba las ventanas y los visillos caían sobre los cristales.
Estaba al lado de la puerta de la sala de estar, que tenía una terraza desde donde se veía el edifico de enfrente, en su azotea había un anuncio de letras enormes y brillantes.
A veces, por la noche, me escabullía y salía a esa terraza, y entre los barrotes ennegrecidos de la barandilla miraba a la gente que iba de un lado para otro, a los coches, a las luces, a los escaparates. Enseguida mi madre me llamaba, no le gustaba que saliera allí y como no la hacía caso, venía y me metía dentro de la habitación.
Cerraba las ventanas y los visillos caían sobre los cristales.