Arepo y el Dios de las pequeñas cosas

 Arepo construyó un humilde templo en su campo, unas pocas piedras desordenadas en el suelo. No esperaba nada, pero sin él saberlo, esa misma noche se instaló un Dios.

A la semana siguiente, Arepo pasó delante del templo, cogió algunas de las piedras y las apiló formando un pequeño altar, y sobre él, quemó dos tallos de trigo.

- Sería bueno que este templo lo habitara el Dios de la Cosecha y que este año fuera abundante, dijo Arepo.

Miró la ceniza del trigo sobre el pequeño altar, carraspeó, se quitó el sombrero de paja, se rascó la cabeza y dijo, pensando que le hablaba a algún Dios imaginario,

- Sé que no es mucho, en realidad es muy poco, porque muy poco es lo que tengo, pero haré lo que pueda. Me siento bien pensando que existe un Dios que cuida de mi.

Al día siguiente dejó en el altar un par de higos y se sentó junto al templo a orar, y al siguiente día, le ofreció a su Dios un racimo de uvas.

Mientras meditaba acerca de lo agradable que era creer que se sentía acompañado, inesperadamente, el Dios le habló.

- Deberías ir a uno de los templos de la ciudad.

Su voz era tenue como el susurro del trigo cuando lo agita la brisa, casi imperceptible, como el correteo de los ratones entre la hierba.

- Sí, deberías ir a un gran templo de la ciudad y que alguno de los grandes Dioses te bendiga. Yo no soy nadie.

Arepo se sorprendió, sin poder creer lo que estaba ocurriendo.

- No me entiendas mal, Arepo, nunca había habitado ningún templo, pero este me ha gustado, para mí es acogedor, tus oraciones han sido agradables, pero quiero ser honesto contigo, no creas que puedo bendecirte con nada de utilidad. Si quieres, me marcho.

- ¡No puedo creer que esté hablando con un Dios!, dijo Arepo arrodillándose. ¡Alabado seas! no te marches, te agradezco que te hayas instalado en mi pequeño templo, ¿qué Dios eres?, ¿cual es tu nombre? disculpa mi curiosidad pero quiero dirigirme a ti como mereces, oh magnífico, oh omnipotente...

- No te equivoques, no necesito alabanzas, no necesito oraciones, ni siquiera tengo nombre, dijo el Dios suspirando.

Arepo levantó la mirada hacia el Dios que estaba sentado frente a él, vestido con una sencilla túnica gris. Su piel desprendía una luz brillante y dorada como el sol, sus ojos parecían contener el infinito.

- Solo soy el rocío helado que anuncia la primera nieve del invierno y la primera flor que se abre ante ti, cuando aún no ha llegado la primavera. Soy la brisa cálida que te hace sentir que el verano ha llegado y soy el momento en el que miras como cae la primera hoja del otoño. Como ves, no soy nada importante, y continuó,

- No tiene sentido adorarme, como sí lo tiene adorar al Dios de la Lluvia para que riegue con generosidad tus campos, o al de la Tormenta para que sea benigno contigo, o al de la Cosecha para que nunca tengas hambre, incluso al Dios de la Guerra o de la Paz, o al de la Caza o al Dios de los Rios y los Lagos. Hay tantos Dioses a los que adorar que pueden serte de utilidad, que esta noche me iré y dejaré el templo libre, por si alguno de ellos quiere ocuparlo.

- No, por favor, te lo ruego, no te marches, solo continúa contándome quién eres.

- Está bien, si eso es lo que quieres, seguiré, pero me iré en cuanto me lo pidas. Debes saber que solo soy el Dios de un millar de momentos, sensaciones y pensamientos diferentes, que nadie considera de utilidad. Soy el destello del arco iris en una pequeña gota de agua, la luz que te deslumbra cuando sales del bosque al páramo y la oscuridad que te envuelve cuando regresas. Soy el murmullo de las hojas levemente agitadas por el viento y el sonido de la piel de la manzana que cede bajo tus dientes. Soy la mariposa que vuela frente a ti y sube, hasta que levantas la vista al cielo. Soy la nube que te recuerda con su forma algo que te hace sonreír, y en el día de la tormenta más oscura, soy el inexplicable rayo de sol que consigue asomar entre la oscuridad.

Arepo escuchaba con atención.

- Soy la suave ola que impide que el barco se hunda en el profundo océano, cuando casi ha sido abatido por cien olas gigantescas, y el saliente de la roca que consigues asir antes de caer por la escarpada pared de la montaña. Soy la mirada de alguien desconocido que parece comprender aquello que te inquieta o la palabra que escuchas en el momento en el que la necesitas. Soy la melodía de los pájaros que consigue, por un instante, que te sientas mejor. Solo soy el Dios de las pequeñas cosas, sutiles, finitas y perecederas, casi inapreciables y que rápidamente se olvidan frente a los grandes acontecimientos. Como te dije, nada importante.

- Me gusta lo que me cuentas, mi querido Dios de las pequeñas cosas, nunca había oído hablar de ti. Te adoraré como corresponde, por favor, quédate conmigo.

- Ya te lo he advertido, así que será tu voluntad la que me retenga aquí, haré lo que pueda, dijo el Dios, desapareciendo entre las piedras.

Cada mañana, Arepo se sentaba frente al altar, realizaba una ofrenda y rezaba una oración.

- Mi querido Dios de las pequeñas cosas, bendícenos con tu compañía y sabiduría, para que en nuestros días siempre exista la esperanza.

Y cada mañana, el Dios de las pequeñas cosas aparecía y paseaban por los campos, caminaban bajo los árboles y hablaban del discurrir de la vida. 

 

Pasaron los meses y un día llegó el Dios de la Tormenta, implacable, oscura. Se quedó sobre los campos de Arepo varios días hasta que los inundó, malogrando la cosecha. Después llegó el Dios del Viento y arrancó algunas de las tejas de la casa de Arepo, tiró uno de los muros y sacudió el granero hasta casi derribarlo.

El pequeño templo casi desapareció, así que en cuanto pudo, Arepo lo reconstruyó, pero esta vez levantó una amplia estancia con parte del muro caído de su casa, puso una gruesa puerta de madera y un sólido tejado, y en el interior, un gran altar iluminado con dos candelabros. Cuando por la noche acabó, se lo mostró a su esposa y a sus hijos y juntos rezaron una oración.

Al día siguiente, como había hecho cada mañana, Arepo se sentó frente al altar, realizó una ofrenda y rezó una oración.

- No he podido ayudarte en este desastre Arepo, y aún así me lo agradeces.

- Todos estamos bien, mi querido Dios, estaremos bien.

 

Pasaron los años y los vecinos de Arepo se reían de él, porque perdía el tiempo con un Dios al que nadie conocía y que no veían que le recompensara con nada, aunque le dejara las mejores frutas y las más bellas flores. Por eso, cuando llegó la hambruna, le tomaron por loco.

El Dios de la Cosecha había decidido que vendrían años de escasez, porque no sentía que los humanos le apreciaran lo suficiente. En la ciudad, el gran templo dedicado a él no era el más bello, ni el más grande, así que todos sus habitantes se apresuraron en tratar de solucionarlo. Cubrieron de sedas sus paredes, lo adornaron con los mejores objetos de oro y plata, sacrificaron corderos en su altar, pero aún así, pasaron meses antes de que el Dios se sintiera conforme.

Arepo y su familia también pasaron hambre, el campo no daba apenas nada que comer y poco podían alimentar a sus animales. Las ovejas y cabras estaban tan débiles que les costaba sostenerse y salir a alimentarse de la hierba silvestre, los cerdos se peleaban por las pocas bellotas que caían de las encinas y al caballo le asomaban todas las costillas y los huesos de la grupa.

Aún así, lo mejor de lo que tenía, lo reservaba Arepo para su Dios, al que acudía cada mañana.

- No lo entiendo Arepo, este templo es una carga más para ti, sabes que no puedo ayudarte, no puedo hacer nada para paliar el hambre y aún así, me traes lo mejor de tu mesa. ¡Pídeme que te abandone ahora!, adora a los grandes Dioses, quizá te escuchen y puedan ayudarte.

- Es solo un tiempo de escasez, llegarán tiempos mejores, ya hemos pasado por esto antes y lo superamos, esto también lo superaremos. Quiero que te quedes y que sea para siempre, no lo dudes más, pase lo que pase. Agradezco tu compañía, es lo único que me fortalece en estos momentos, quiero que estés conmigo, lo único que sé es que quiero que siempre estés conmigo.

- Gracias Arepo, dijo el Dios, conmovido, gracias por tus oraciones y tu devoción, me quedaré siempre contigo.

 

Muchos años después, cuando las canas cubrían casi por completo el pelo de Arepo y su barba era blanca, después de muchos años de bonanza y armonía en los que la ciudad estaba en calma y sus habitantes eran felices, sucedió lo inesperado o tal vez hubiera sido posible predecirlo, y es que el Dios de la Paz quedó profundamente dormido, mecido por los sentimientos de alegría de los habitantes de la ciudad.

Trataron de despertarlo con desfiles y homenajes, grandes fanfarrias, conciertos y coros que retumbaban en cada calle, en cada plaza, tanto fue el bullicio, que el Dios de la Guerra, ocupado en una lejana tierra más allá del océano, los escuchó. Y acudió.

Durante los siguientes tres años el Dios de la Paz durmió su profundo sueño. Cuando despertó, la Guerra se marchó, satisfecha de la devastación. La ciudad tendría que ser reconstruida y en sus habitantes permanecerían las cicatrices imborrables, como también lo harían en Arepo, que durante aquellos años había defendido a su familia y había conseguido expulsar de sus campos a los intrusos.

Sin embargo, en los últimos días de la guerra, cuando el Dios de la Paz casi había despertado completamente, un soldado rezagado del resto que ya se retiraba más allá de la frontera de la ciudad, entró en la casa de Arepo.

Lucharon y el soldado huyó, pero dejó a Arepo malherido, le clavó un cuchillo en el costado, tan profundamente, que la herida no dejaba de sangrar y no llegaba a cerrarse. Pasaron varios días y Arepo se sentía febril, notaba que la vida le abandonaba y por eso aquella mañana, escogió cuidadosamente la ofrenda para su Dios de las pequeñas cosas.

- Mi querido Dios, te traigo la primera rosa del otoño, sé que es la que más te gusta.

Sintió una punzada en la herida y se sujetó con fuerza el vendaje, la sangre lo empapó y mojó sus manos. Cogió la rosa y la posó sobre el altar, cayendo sobre ella unas gotas de su sangre.

- Mi querido Arepo, cuánto siento no haber podido hacer nada, cuánto me gustaría haber sido un Dios poderoso y haberte podido ayudar, cuánto me gustaría poder curarte y que siempre siguiéramos juntos.

- Sabes que no necesito nada más que estar contigo, pero hoy te voy a pedir algo.

- Dime, no sé si podré hacerlo, pero haré todo lo que pueda.

- Sé que puedes, solo cuéntame otra vez quién eres.

- Por supuesto querido amigo... soy el Dios de las pequeñas cosas, sutiles y casi imperceptibles, soy el Dios de un millar de momentos, pensamientos y emociones que quedan eclipsados ante los grandes acontecimientos.

Arepo se tumbó frente al altar y mientras le escuchaba, recordaba esos infinitos momentos que había sentido, que había pensado, que le habían acompañado a cada paso de su vida, haciéndola más plena y llena de felicidad y esperanza.

- Soy el destello del arco iris en una pequeña gota de agua, el murmullo de las hojas levemente agitadas por el viento, soy el rayo de sol que consigue asomar entre la oscuridad.

El último aliento de Arepo abandonó su cuerpo.

- Mi querido amigo, mi querido Arepo, te echaré de menos.

 

Pasaron las décadas, la ciudad creció y se convirtió en metrópoli. Donde estuvieron los campos de Arepo ahora había casas, calles y plazas, pero el templo del Dios de las pequeñas cosas aún seguía en pie, escondido entre los árboles, intacto.

Llegaron hasta él los constructores y quedaron tan impresionados por su solidez, que decidieron conservarlo, aunque no sabían para qué Dios había sido construido.

Reforzaron sus muros, pusieron un tejado nuevo, conservaron la gruesa puerta de madera y cubrieron el altar con losas del mármol más blanco, sobre el que pusieron los dos candelabros que aún se conservaban, ahora pulidos y brillantes.

Los vecinos lo visitaban a menudo, pero nadie creía que el templo estuviera habitado, por lo que nadie ofrecía nada, hasta que una niña llevó la primera flor que encontró, cuando aún no había llegado la primavera, y la dejó sobre el altar.

- Hola Dios, aquí te traigo una flor, por si la quieres.

- Hola, gracias por la flor.

- ¿Quién eres? ¿cómo te llamas?, dijo la niña.

- No tengo nombre, solo soy el Dios amigo de Arepo, que construyó este templo para mi.

- Arepo, qué nombre tan bonito, y ¿quién era Arepo?

- Arepo fue mi amigo, era un hombre bondadoso e inteligente, generoso y tranquilo, era un gran hombre. Vivió con su familia en una casa muy cerca de aquí, rodeada de campos y árboles. Hace ya mucho tiempo que se fue, pero aún le echo de menos.

- Me gustaría conocerle, ¿cuando volverá? ¿puedo traerle flores?

- Sí, tráele lo que quieras, yo se lo daré cuando le vea.

- Qué bien, le traeré las cosas que encuentre que más me gustan, ¡hasta mañana Dios de Arepo!

La niña se marchó muy contenta, pensando en qué llevar al templo a la mañana siguiente, cuando regresó con un ramillete de pequeñas margaritas.

- Toma, Dios de Arepo, cuéntame más sobre las cosas que hacíais cuando estabais juntos.

Y así el Dios de las pequeñas cosas contaba a la niña todas las aventuras que había vivido junto a Arepo. 

 

Pasaron las semanas, hasta que una noche, en la oscuridad del templo, se escuchó una voz. Era la voz de Arepo.

- Hola querido amigo, he vuelto.

- No es posible, no puedo creerlo, ¡cuánto te he echado de menos!

- También me cuesta creerlo, pero no sé bien cómo, ahora soy un Dios y por eso he podido volver.

- Creo que la fe de una pequeña niña y sus oraciones y ofrendas te han traído hasta aquí. Le hable de nuestra amistad y te ha traído de vuelta, ¿qué Dios eres? aunque creo saber la respuesta.

- Sí, soy el Dios de la amistad, de la devoción y la confianza, de la lealtad. Soy el Dios del compromiso y el sacrificio. De la fe en la bondad de los demás, de la esperanza, y creo que tú has tenido mucho que ver, mi querido amigo.

- Ahora podremos estar juntos para siempre, me alegro mucho de que estés aquí, y ¿sabes? ya tengo un nombre.

- ¿Sí? bueno, eres el Dios de las pequeñas cosas…

- No, ya no, ahora soy el Dios de Arepo.

 

NOTA: Me hubiera gustado, muchísimo, haber tenido la idea del Dios de las pequeñas cosas, pero no es mía, es fruto de una historia colaborativa que se puede leer aquí:

The God of Arepo

Necesitaba reescribirla con mis propias palabras, sin más, pero ya se sabe que cuando empiezas a escribir nunca sabes donde vas a acabar, así que la historia es algo diferente.

Cuadrado Sator 

 

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